El arte, que necesariamente desea expresar emociones, discursos o su propio lenguaje, siempre aspira a su visibilidad. Desde que Paul Klee (a comienzos del siglo pasado), sostuviera: “El arte no reproduce lo visible, sino que lo hace visible”, mucho se ha escrito al respecto.

El tema ha estado en el centro del debate de cuanta vanguardia moderna se haya creado, pero, más recientemente ha ocupado también la preocupación de curadores y de los llamados gestores culturales. ¿Una obra que no se ve, pues, existe?

Las estrategias de visibilidad, es cierto, son distintas.

Hace unos años, en la entonces Cultural Chandon (Rosario 2001), el primer premio se lo llevó Ernesto Ballesteros, por un dibujo que prácticamente se encontraba oculto en el enorme edificio y que además, se había realizado con un trazo absolutamente suave y débil.

En 2004, el grupo tucumano La Baulera, en la Biblioteca del Congreso (Buenos Aires), realizó una acción de la serie “Las Barricadas invisibles”: ocho personas intervinieron el espacio con el ruido del pique rapidísimo de una pelota de ping- pong, ante el solemne silencio de los lectores. Esta práctica artística impidió que La Baulera participara en la Bienal del Mercosur, en Porto Alegre, ante la imposibilidad de su visibilidad, según admitió la curadora Eva Grinstein.

El dibujo en Rosario prácticamente era invisible; la acción en el Congreso, tampoco se visualizaba como práctica artística. En ninguno de los casos, el arte, como tal, conectaba con un público, ni siquiera con un espectador avisado.

La visibilidad ha vuelto a ponerse en debate estos días, en la Bienal de Fotografía Documental: las obras del colectivo brasileño Midia Ninja, que exhiben una realidad distinta de la consignada por el aparato marketinero del Mundial de Fútbol, se convirtieron en enormes afiches, verdaderas gigantografías, y pegados en las calles, en 20 puntos en esta ciudad, algunos céntricos. Imposibles no verlos, debe consignarse en primer término. Pero, puestos allí, en las calles, indiferenciados con otras publicidades, los transeúntes no se detienen y continúan su acelerado paso sin advertirlos. No llaman la atención en la mayoría de los casos; no atrapan las miradas a pesar de la potencia que tienen las imágenes.

La estrategia de la gigantografía y de la intervención callejera, no parece, pues, haber dotado de visibilidad al trabajo de los brasileños; ha corrido el riesgo común a todas las intervenciones públicas que, políticas por supuesto, no se plantean como interferencias y, por tanto, no provocan una alteración en la cotidianeidad. La rosarina Graciela Sacco, en los años 90, había advertido con sus obras callejeras que debía provocarse una interferencia para sacudir la mirada.

En un mundo donde lo que abundan son las imágenes; en ciudades en la que la hiperinformación se plantea como una necesidad, una urgencia, operan lo que Paul Virilio denomina “máquinas de la visión”, dispuestas ordenadamente para impedir la reflexión con su bombardeo.

Entre nosotros, la ya desaparecida artista y curadora Mónica Herrera supo investigar estas estrategias, e incluso, parte de su obra está realizada en braile.

En este mundo de imágenes, cada vez será más necesario esa educación visual, de la que habla Marcelo Brodsky; o mejor aún, “pensar la imagen”, que propone desde hace un par de décadas el ensayista Santos Zunzunegui.

Los artistas deben tener en claro, mientras, que con la invisibilidad del arte no se puede negociar.